El primer adiós

Eran las últimas horas de la tarde y luego de haber estado jugando en el jardín se detuvo a beber agua. Aunque faltaran pocos días para el inicio del invierno todavía hacía calor, esa era la norma en la región subtropical dónde había nacido. 

La jornada había comenzado intensa y alborotada. Las dos casas entre las que había crecido parecían encantadas. La suya por una danza de maletas hambrientas y la de la abuela por la del huracán de preparativos del ritual de despedida. 

Estaba con la cabeza ladeada sorbiendo agua dulce de la canilla del amplio pasillo que separaba las casas, cuando escuchó su nombre desde una de las ventanas de enfrente. Era hora de dejar de balancearse en la cuerda imaginaria donde se había refugiado para evitar adentrarse en el vaivén en que se encontraban sumidos los mundos a ambos lados del pasillo. Era hora de alimentar la última maleta con lo que llevaba puesto y calzarse un flamante atuendo para participar en el ritual de despedida, dónde presentía sin comprenderlo totalmente, que hoy ella misma encarnaría la ofrenda.

Cuando la aguja fina del reloj de pared que miraba hipnotizada dió su salto sobre las siete de la tarde, mamá tomó su mano y juntas cruzaron, quizás por última vez, el amplio pasillo con alma de medianera. Mientras lo cruzaban, miró a su izquierda, hacia el fondo. Allí se vislumbraba el frondoso jardín con alma de jungla. Sin entender por qué el recuerdo le sabía a tristeza, pensó en la tarde anterior llena de risas y de primos, de los juegos de siempre alrededor de aquel viejo guardián estoico, tan protector como mágico, su amado Gomero. Sin darse cuenta buscó percibir en los dedos el olor de sus hojas. Comprobó satisfecha que algo de aquella esencia densa y lechosa que lo recorría e impregnaba por las tardes su sombra de una fragancia fuerte y rústica, había subsistido, desafiando impertinente el endeble perfume del jabón utilizado durante el baño que acababa de tomar.

La entrada de atrás estaba abierta, la mano se le soltó y la estrechó un abrazo, y luego otro y otro en una fila interminable de apretones y palabras chillonas llenas de buenos deseos. De entre ese túnel de los grandes, la jaló de un tirón una mano pequeña, que con energía la arrastró hacia el centro del círculo de los chicos. Todos parecían felices y despreocupados. Sonaban los boleros de la tía en el combinado. El aroma de los platos inflatables en cada reunión familiar envolvía la casa y se pegaba en el pelo. No lograba descifrar por qué le costaba tanto sonreír y ser la de siempre. La niña que todos veían en ella, y que sin embargo ella había empezado a no reconocer cada vez que se asomaba desconfiada al espejo, dónde el futuro se entrometía sin invitación para susurrarle que ya nada sería lo mismo.

Con ganas de llorar corrió hacia una habitación y se echó en la cama a desahogar un llanto que no aguantaba más la oscuridad. Una caricia le recorrió el cabello y sin dar vuela la cara supo que era la abuela. Tuvo la certeza de que sí, habría alguien que la reconocería siempre sin importar cuánto pudiera cambiar todo, incluso ella misma. Se dejó abrazar y apoyó la cabeza en aquel regazo tan amiliar. No hubo palabras, sólo una balsa de cariño para no perecer en aquel mar de lágrimas. 

El ruido de un coche la trajo de regreso de la tierra de los sueños. Alguien acababa de encender el motor. El sueño había sido profundo y tumultuoso pero la recobrada conciencia, la encontraba renovada y segura de que todo lo que le había estado provocando esa estrechez en el pecho, no había sido más que eso, un mal sueño. 

Entonces abrió los ojos buscando la claridad del nuevo día entre las rendijas de las persianas cerradas. Estiró las manos sobre su cuerpo y sintió el vestido perfecto y no el algodón suave del pijamas que buscaba. Se le paralizó el corazón y pegó un alarido. 

La única luz que iluminaba su cara era artificial y provenía del velador que alguien había encendido a su lado. Le costó recordar cómo había llegado allí y acabar de entender dónde estaba. ¿Había dormido toda la noche? ¿Habían decidido quedarse y este era el amanecer del día siguiente, en la casa que había pensado no hubiera vuelto a ver jamás? 

-Tuviste un mal sueño. Ven, son las diez, es hora de irnos- le susurró mamá en el oído. 

¿Acaso sólo habían pasado un par de horas y aquel día interminable seguía sin extinguirse? Se aferró al abrazo que la transportaba al coche y supo con certeza que el tiempo era una ilusión. Que nuestros anhelos o decepciones solo podían otorgarle tonalidades según la ocasión, pero que nuestros cuerpos no podían oponerle ninguna resistencia. Todo lo anunciado se estaba desencadenando. El tiempo futuro le tendía la mano en forma de escalera hacia un avión.

Mientras se alejaba, los ojos verdes de la abuela brillaban con lágrimas que no querían soltar y le aseguraban sin necesidad de palabras, que pronto se volverían a ver. Se llevó esa mirada consigo abordo del avión. 

No había querido volver a hablar desde su despertar traicionero y se encogió en silencio en el asiento a emprender su primer viaje en avión.

Con la fuerza del despegue su desazón transmutó en miedo. Escuchaba lejana la voz de mamá que parecía querer tranquilizarla. Eligió no atenderla y permaneció rígida por largo rato rodeada por el cinturón de seguridad. 

Tenía miedo y éste se estaba tornando vertiginoso. Miedo a estar en el aire, a aterrizar; a vivir en una casa desconocida, a ir a un colegio nuevo, a no tener cerca a sus amigos ni a sus primos; a vivir lejos de la abuela y de su árbol; a no entender cuando le hablaran; a sentirse muy solita.

De pronto una voz suave, casi imperceptible, atrajo su mirada hacia la ventanilla. Una figura que se confundía con las nubes por su traslucencia la miraba desde afuera y le hablaba sin mover los labios. 

Le pareció sentir en su propia piel lo que la figura sentía. Al instante, la invadieron su paz y alegría. Se fijó en sus manos. Señalaban hacia adelante. Mirando a través de sus ojos pudo ver la belleza del camino que se abría para ella en el horizonte.

No pudo contenerse y estalló en una exclamación de alegría que hizo vibrar con plena vida cada fibra de su cuerpo. 

-¡Un Ángel mami, mira. Allá, en la ventana!-

Con un último guiño el ángel se perdió entre las nubes y los pasajeros que al escucharla se habían volteado a mirar, ya no pudieron distinguirlo. 

La niña supo que el ángel ya no viajaba a su lado sino muy adentro de ella. El miedo se había disipado, en su lugar se había quedado instalada la fe. 

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2 pensamientos en “El primer adiós

  1. El relato de la niñita viviendo intensamente su primer adiós, conmueve. Se siente su angustia, temores, hacia lo nuevo, lo desconocido que tendrá que vivir. Las imágenes de la pequeña de espaldas con su sombrerito, tocando casi acariciando la cerca, el robusto gomero, proporcionan encanto a la narración. Hacia el final la imagen de las nubes, el ángel y la simbiosis con la niñita, hermosa, impactantes.
    Realmente te felicito Iris.

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